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Cuarta parte

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Poco después, llegaron hasta ese preciso lugar los de los dos jóvenes, que pasaron de largo, sin fijarse en el cactus y sin sospechar lo que ocultaba. Nadie halló a los dos enamorados. Parecía que se los había la tierra.

Días más tarde, los muchachos recibieron la visita del dios que los había ayudado:

–Gracias por , Pachacámac –dijo Munaylla–. Aquí estamos a salvo. Querríamos seguir así para siempre.

–¿Pero no deseáis recobrar vuestra forma humana? –les preguntó el dios, extrañado.

–No. Ahora nos sentimos seguros y no tenemos que –respondió Pumahima.

El gran dios atendió los ruegos de los jóvenes y de nuevo les concedió su deseo: permanecerían así para siempre.

Meses más tarde llegó la . Entonces, Munaylla ansió ver el cielo y respirar el aire fresco del campo. Día tras día fue empujando con su cabeza la verde que la cubría. Hasta que por fin asomó en forma de una espléndida flor de pétalos sedosos y brillantes colores. Y así dice la leyenda que nació la flor del cactus.

Desde aquellos lejanos tiempos, Pumahima defiende a su amada con las de su cuerpo vegetal. Y sin faltar a la cita, todas las primaveras, ella reaparece y saluda al mundo convertida en bella flor.

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