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La pastilla de jabón
Empecé a desconfiar de aquella pastilla de jabón al comprobar que no se gastaba con el uso. La había comprado en la perfumería de siempre y era de la marca que suelo utilizar desde años; todo en ella parecía tan normal que tardé dos semanas en advertir que no cambiaba de tamaño. Pasé de la sorpresa a la preocupación cuando, tras espiar su comportamiento durante algunos días, me pareció que empezaba a crecer. Cuanto más la usaba, más crecía.
Entretanto, mis parientes y amigos empezaron a decir que me notaban más delgado. Y era verdad; la ropa me venía ancha y las cejas se me habían juntado por efecto de un encogimiento de la piel. Fui al médico y no encontró nada, pero certificó que, en efecto, estaba perdiendo masa corporal. Aquel día, mientras me lavaba las manos, miré con aprensión la pastilla y comprendí que se alimentaba de mi cuerpo. La solté como si se hubiera convertido en un sapo y me metí en la cama turbado por una suerte de inquietante extrañeza.
Al día siguiente la envolví en un papel, me la llevé a la oficina y la coloqué en los lavabos. A los pocos días, vi que la gente empezaba a disminuir. Mi jefe, que era menudo y tenía la costumbre de lavarse las manos cada vez que se la estrechaba una visita, desapareció del todo a los dos meses. Le siguieron su secretaria y el contable. En la empresa se comenta que han huido a Brasil tras perpetrar algún desfalco.
La pastilla ha crecido mucho. Cuando haya desaparecido el director general, que además de ser gordo es un cochino que se lava muy poco, la arrojaré al wáter y tiraré de la cadena. Si no se diluye por el camino, se la comerán las ratas cuando alcance las alcantarillas. Seguro que nunca les ha llegado un objeto comestible con tanto cuerpo.
Juan José Millás. Articuentos
Agujeros
Cuando éramos pequeños, fabricábamos con cartón tubos triangulares que tapábamos por uno de los lados con un trozo de espejo. Después, guiñando un ojo, mirábamos por el agujero y veíamos el ojo de Dios. Descubrimos, pues, antes de leer a Roland Barthes, que el ojo por el que Dios nos mira es el mismo que por el que nosotros le vemos.
Más tarde nos aficionamos a los agujeros de las cerraduras. Por éstos no se veía a Dios, pero nos proporcionaron una visión anticipada de los agujeros negros descritos por Stephen Hawking; en efecto, al otro lado de la abertura solía haber, en enaguas, una estrella apagada con una masa cinco o seis veces superior a la normal, cuya fuerza gravitatoria nos succionaba con la intensidad de una respiración ansiosa.
De El submarino amarillo, aquella increíble película de los Beatles, lo más inquietante era el mar de agujeros. Recuerdo que John Lennon se guardaba en el bolsillo uno del mismo tamaño que aquel otro por el que salió la bala que habría de taladrar su cuerpo. Luego iba diciendo por ahí que tenía un agujero en el bolsillo.
Ahora oigo que se ha descubierto un agujero en la capa de ozono. Yo no lo he visto porque todavía no he pasado por debajo, pero parece que es como una gotera cósmica por la que se cuelan unos rayos ultravioletas que si te dan te producen un cáncer.
A veces he intentado imaginar la cara que pondría Dios si se asomara por ese orificio y viera la orgía de humos, toses y olores de aquí abajo. Pero un amigo cura me ha dicho que eso no es posible porque, por alguna razón de orden teológico, Dios sólo puede mirar por agujeros con forma de triángulo.
Mejor para él, pues es sabido que quien acecha por un agujero ve su duelo, o sea, el nuestro, que el mundo es un espejo.
Juan José Millás, Articuentos.
Una vida
O todo o nada, tal había sido su lema en la remota juventud. Luego calculó que la mitad de todo era un buen bocado, y de ahí pasó a conformarse con un cuarto, que tampoco llegó. Ya en la madurez se resignó a aceptar que quizá la vida era un poco de todo y un poco de nada, aunque el poco de todo no alcanzara a compensar el desasosiego producido por el poco de nada. De hecho, ese fragmento de vacío, esa bolsa de ausencia, ocupaba más espacio del que correspondía a su tamaño.
Más tarde, el gajo de nada demostró una capacidad de duplicación de la que carecía el fragmento de todo. Se reproducía por partición obteniendo copias idénticas, así que elevaban el nivel de desasosiego contenido en el vaso de la conciencia. A medida que los años pasaban y que los acontecimientos de su biografía sucedían, el recipiente aparecía más lleno de nada y menos habitado de todo.
Cuando el desasosiego alcanzó el borde del vaso comenzó a derramarse lentamente por los territorios sobre los que se asentaba el alma. Un día, al subir al autobús, notó que aquel pedazo de nada le llegaba a la altura de las ingles, creando en toda esa zona un sentimiento de irrealidad, de estupor, que había contaminado ya la bolsa testicular o escroto. En unos meses más, la nada alcanzó el pecho y ascendió por el tubo del cuello, vaciando el pensamiento y la mirada. El antiguo fragmento de todo flotaba como un aerolito en aquel conjunto de carencia. Un día, en un movimiento brusco padecido en el vagón del metro, ascendió al encéfalo, donde se convirtió en un coágulo que provocó de inmediato una trombosis.
Falleció cuando se dirigía al hospital, dentro de una ambulancia, y aunque le hicieron dos o tres autopsias, resultó imposible saber si había muerto de todo o de nada.
Juan José Millás, Articuentos.
Rareza
El sol se detuvo a esa hora del atardecer en que las golondrinas emborronan el aire, pero la gente no prestó atención a esta rareza hasta que el desfase entre el reloj y la luz resultó excesivo. No anocheció ese día, no se cerraron las flores ni se abrieron los bares; las gallinas volvieron a poner y los girasoles, firmes, mantuvieron la mirada al sol. Por la televisión desfilaron científicos y adivinos, mientras los corresponsales de aquellos lugares donde no había amanecido narraban las normas de seguridad impuestas por las autoridades para aquella noche de duración imprevisible. Desde las regiones del globo donde la parada se había producido a punto de anochecer, o al alba, llegaban imágenes de una población taciturna por el peso de aquel crepúsculo inconcluso.
Aquí se recomendó a la gente que durmiera, aunque fuera de día, y muchos lo intentaron, pero sus sueños tenían el color blanquecino de las películas veladas. En las camas los matrimonios se abrazaban mudos de pánico, temiendo que aquella paralización del universo fuera el preámbulo de algún sufrimiento insoportable. Cada vez que se despertaban, contemplaban el sol con la boca fruncida en un agujero de ansiedad. Comenzaron a circular previsiones mortíferas.
En esto, un viejo de Aluche que llevaba varios días durmiendo la mona se levantó y fue al baño para aliviar la vejiga; al tirar de la cadena, el mundo se puso nuevamente en marcha, como algunos electrodomésticos defectuosos al recibir un golpe. Los girasoles bajaron la cabeza, las flores se cerraron, los bares se abrieron y el mundo exhaló un suspiro cósmico. El viejo borracho, que nunca supo las consecuencias de aquel gesto suyo, continúa bebiendo cerveza por las tardes mientras discute con otros jubilados sobre la perfección del universo.
Juan José Millás, Articuentos.
Límites
Sabemos, por el cine y la literatura, que la línea que divide al policía del ladrón o al carcelero del preso no siempre es tan visible como las rejas que separan sus cuerpos. Althusser, en El porvenir es largo, hace una aguda reflexión sobre la dificultad de trazar la frontera entre la angustia del psiquiatra y del psiquiatrizado. Lo mismo cabría decir del enfermo y el médico o del perseguidor y el perseguido.
Estos días, gracias a la Guardia Civil, hemos visto lo difícil que es dar con el punto que separa al traficante de drogas de la autoridad antidroga. Y, por si fuera poco, acabamos de leer que la semana pasada, en China, un hombre y una mujer han intercambiado sus órganos sexuales para tener todo su territorio corporal en el mismo sitio, pues antes parecía que acababan fuera de sí. Quizá, a pesar de la doble intervención territorial, no se hayan desprendido del todo de ese sentimiento, pues ya han anunciado que a lo mejor se casan.
Y es que ignoramos dónde están las fronteras de las cosas, aunque procuramos vivir como si supiéramos dónde se terminan los vivos y comienzan los muertos o qué pared separa la calma del pánico, pese a la advertencia de Rilke de que la belleza no es más que ese grado de lo terrible que todavía soportamos.
Según los últimos descubrimientos de la física, con los telescopios convencionales apenas se alcanza a ver el 1% de la masa total del universo; quizá el 99% restante sea esa materia oscura que enlaza lo que percibimos como separado y que convierte en lo mismo lo que nos parece distinto. Así se explicaría por qué lo duro es a veces tan blando, o tan abierto lo cerrado, o la luz tan oscura, o tan duradero el instante y la piel tan honda.
Así también yo entendería al fin por qué sólo me veo cuando tú me miras.
Juan José Millás, Articuentos.