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1.- Orígenes y antecedentes del teatro lopesco.
En los inicios de los Siglos de Oro nos encontramos con dos tendencias teatrales: la humanista y la que continúa la tradición medieval. El teatro humanista se inserta de lleno en el Renacimiento, fundándose en la revalorización de la dramaturgia griega, teniendo como modelos a Plauto y Terencio en la comedia y, en la tragedia, a Eurípides y Séneca. Expone un estudio psicológico de los personajes y una complicación de la intriga que tenía como fin la crítica regocijada de las costumbres coetáneas.
Por otro lado, La Poética de Aristóteles era poco conocida en el Medievo a través de unos comentarios de Averroes difundidos en el siglo XII; en 1508 Lorenzo Valla traduce la obra y se propaga de modo masivo en Occidente. Aristóteles y Horacio aportan una serie de normas teatrales que el teatro humanista tendrá como base: lo desagradable e inverosímil queda desechado y la obra se divide en cinco actos. Sin embargo, a pesar de contar con un fuerte aparato normativo, su índole culta – a veces se escribía sólo en latín – y el hecho de que no superara el estadio escrito hizo que no triunfara ni en España ni en Inglaterra.
Por el contrario, el teatro de tradición medieval no tiene en cuenta más normativa que la dicta la tradición: era el teatro del pueblo y, por tanto, el que mantiene comercialmente a los autores y a las compañías. De este modo, en la primera mitad del siglo XVI la mayoría de los autores seguirá esta tendencia: Juan del Encina, continúa lo medieval en sus autos – p. ej. en la Égloga de Navidad y el Auto del repelón – y raras veces introduce algunos rasgos renacentistas, como en la Égloga de Plácida y Victoriano. El portugués Gil Vicente, a pesar de ser un autor palaciego, se limita a tomar del teatro humanista las sátiras de costumbres para sus farsas, como en la Trilogía de las barcas; Torres Naharro seguirá el teatro religioso tradicional, salvo en la Propaladia, donde agrupa piezas costumbristas y comedias italianas.
En la segunda mitad del XVI los destinos de la dramaturgia han rechazado de lleno la influencia humanista, a diferencia de lo que ocurrió con la lírica y la narrativa. Lope de Rueda empieza a representar sus pasos – piezas cortas, cómicas y costumbristas – en plazas públicas y no junto a iglesias o en espacios nobiliarios; Juan de la Cueva sigue el mismo camino e introduce la materia histórica española en las tablas, como en la Tragedia de los Siete Infantes de Lara, que tanto éxito tendrá en adelante.
Cervantes, ya coetáneo a Lope, intenta seguir al principio la línea humanística, a contrapelo, en El cerco de Numancia, pero pronto seguirá la normativa lopesca. Sus comedias son extensiones de su narrativa, así la de cautivos en Los baños de Argel, o le picaresco en Pedro de Urdemalas. Realizó ocho entremeses donde, a diferencia de Lope, satiriza las convenciones de la sociedad monárquica: el trampeo generalizado en el mundo del hampa y la obsesión por el ascenso social y la limpieza de sangre como medios para medrar en la Administración, como en El retablo de las maravillas.
Antes de abordar la obra propiamente lopesca cabe aquí aludir a algunas de las condiciones materiales del teatro que encontró Lope. Desde mediados del siglo XVI, en muchos lugares de España, y en relación casi siempre con cofradías religiosas que utilizaban el dinero de los teatros para hospitales de pobres se empiezan a habilitar teatros públicos. Se aprovecharon patios y corrales de vecinos para hacer en ellos un escenario y detrás un leve vestuario, colocando bancos en el patio para el público y adecuando los balcones y desvanes para un público más distinguido. Construían un palco especial, de grandes dimensiones, llamado cazuela, donde estaban las mujeres, que no podían mezclarse con los hombres en los bancos. Parte de éstos, los mosqueteros, veían la obra de pie, detrás de los bancos. Eran teatros descubiertos y un toldo protegía del calor y del frío.
La función empezaba en invierno a las dos y en verano a las cuatro. Los decorados no existían prácticamente en los teatros públicos – lo que explica los continuos cambios de escenarios -, aunque sí en los lugares reales, como Aranjuez o El Retiro, y en los autos sacramentales del Corpus.
2.- La irrupción del Arte nuevo de hacer comedias.
Cuando, a finales del XVI, aparece la figura de Lope de Vega se consolida la línea de tradición continuista medieval, que el propio Lope renueva siguiendo los dictados de la demanda popular en el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Esta obra apareció por vez primera publicada en la edición de las Rimas de 1609. No sabemos exactamente cuando se escribió, pero debió ser entre 1604 y 1608. En esos años, Lope, que ha pasado de los cuarenta años, se está situando a la cabeza de los escritores españoles, en competencia con muy pocos rivales.
El Arte no es un tratado científico, escrito con extensión ni meditación, ni es ni siquiera un texto programático: es un poema de circunstancias donde da cuenta de su propio modo de entender el arte dramático ante un círculo de eruditos, tal vez una tertulia, que el llama la Academia de Madrid. En él explica las razones por las que no sigue los preceptos clásicos de Aristóteles y Horacio y los modelos del teatro humanista; y lo hace ante un auditorio probablemente conservador, no ante el público de sus comedias. Más o menos se le pedía la cuadratura del círculo: casar la tradición culta con su nuevo modo de entender el teatro.
Solventa la circunstancia con una erudición ampulosa, que constata su conocimiento de la tradición -salvando las acusaciones de autor no docto- al tiempo que explica de modo sincero las razones que le han llevado a su modo de concebir la comedia -en el sentido amplio que tenía por aquel tiempo la palabra inglesa play-, que era el género triunfante y que, a la postre, sumarán en torno a las cuatrocientas.
Lope, como escritor de oficio, no esconde que el principal fin de la dramaturgia es escribir obras que se reciban al estilo del vulgo, y se enorgullece de no seguir los preceptos aristotélicos ni horacianos: sus modelos son los autores de oficio que han escrito para el pueblo, como los autores del XVI que hemos citado arriba. Vamos a ir desgranando en qué consiste este auténtico manifiesto del teatro barroco español.
2.1.- Los temas.
De este modo, el objeto primero de la mimesis es las acciones y costumbres coetáneas (aunque aparezcan en tiempos remotos). Percibe, así, los temas que son más celebrados por su público: el pueblo. En primer lugar, el honor, por la índole de la España contrarreformista, mueve todos con fuerza; en segundo lugar, las virtudes que espera el pueblo han de presentarse sin el fino estudio psicológico del teatro humanista: lejos de complicaciones, apuesta por el maniqueísmo de un héroe y sus traidores. Por último, la burla y la sátira ha de ser pique sin odio: para evitar complicaciones que alejarían del fin festivo del teatro y sólo añadirían problemas legales al autor, no hay que satirizar como fin único y cuando se representen burlas, no se ha de notar a quién van dirigidas.
En realidad Lope busca apuntalar el estado de cosas de la monarquía del momento. Ello se ve en su concepto del decoro, o adecuación entre el ser y el hacer de los personajes. La ideología lopesca propende hacia un inmovilismo en los roles sociales por la loa de virtudes y censura de vicios, de acuerdo con el estamento social. En lo alto siempre está la realeza, justiciera, grave y unida al pueblo, afirmándose las ideas propagandísticas del teatro lopesco.
Los viejos, cúmulo de sabidurías, son modestos y sentenciosos; los lacayos, simples y coloquiales, son el contrapunto que ensalza las virtudes de su amo, pero Lope no priva a éstos de sabiduría popular y crítica -incluso en la figura del gracioso-, pues representan a su público, mayoritariamente del pueblo llano; ahora bien, cualquier intento de ascenso social queda parodiado, de hecho, sirva de ejemplo que si a las mujeres se les permite alguna transgresión -como el exitoso engaño por el disfraz de hombre- es porque siempre buscan estabilidad social; y si al principio de una obra personas de distinta clase social se aman, un final artificial conseguirá que ambos pertenezcan a la misma clase, como en El perro del Hortelano, donde el criado Teodoro se revela al final como el hijo de un noble, lo que legitima sus nupcias con su amada, de alta nobleza.
2.2.- La tres unidades.
Como es sabido, Lope no respeta ninguna de las tres acciones de la Poética de Aristóteles. En cuanto a la acción se limita a exponer que todo ha de girar en torno a un protagonista con un solo cometido, aunque no desdeñe las acciones paralelas, siempre que no distraigan la atención del argumento principal. Además, admite la unión de lo cómico con lo trágico – que Horacio admitía en el drama satírico – pues, por un lado es reflejo de la vida misma y da variedad y deleite. Con esto rompe la idea preceptiva de que la tragedia sólo era ámbito de personajes nobles y la comedia, de comunes.
La acción se articulaba en tres actos o jornadas, no en cinco, como era preceptivo. Lope no oculta que esta elección es claramente comercial: los propietarios de los teatros contrataban un entremés y un baile, de modo que sólo eran posibles dos intermedios. Dicho sea de paso, al principio podía contratarse una loa y, al final, un fin de fiesta Con todo, lejos de disgustarle, aprovecha para indicar que cada uno se adecuará a un planteamiento en el primer acto, un desarrollo de la trama en los otros dos y un desenlace que no aparecerá hasta la última escena, de modo que el espectador se prenda de la intriga. Esta norma de impresión final la hace extensible a los actos y escenas, que han de rematarse con donaire para cerrar con gusto, lo que delata la minuciosidad del oficio lopesco.
Por lo que al tiempo se refiere, Lope, para mantener la atención del público, apuesta una acción vertiginosa, donde los personajes siempre han de estar haciendo y diciendo cosas. Este dinamismo pedía no respetar la unidad de tiempo clásica, que se limitaba a una sola jornada. Lope sólo pide que los lapsos largos – decenios, años,… – se separen entre actos. La unidad de espacio, lógicamente, era inviable con estos planteamientos: la variedad de escenarios era un atractivo más del teatro nacional.
2.3.- El estilo.
Lope opta, atendiendo a la índole de su público, por un estilo natural y selecto que evita giros e ingeniosidades cultas que el vulgo nunca entendería. No obstante, su frescura no cae en lo excesivo coloquial, así elude los refranes y frases hechas, salvo cuando se trata de persuadir o disuadir, y de un modo muy selectivo.
La elección de la polimetría obedece a una rigurosa taxonomía de formas adecuadas a determinados contenidos: así, reserva las décimas para las quejas, los sonetos se ponen en boca de quienes esperan, conjeturan y reflexionan, los romances y las octavas son adecuadas para los diálogos, los tercetos para intervenciones graves y las redondillas son las propias de las relaciones amorosas. Todo el arte menor se asocia a la lírica popularizante musical, que hacía del teatro lopesco una auténtica fiesta.
En cuanto a las figuras, nuestro autor elige aquéllas que ayuden a la comprensión y enfaticen la intervención de los personajes sin caer en los adornos gratuitos que dificultaran la inteligibilidad de la obra: de este modo nos encontramos con repeticiones y paralelismos, anadiplosis, anáforas, ironías, dilogías, dubitaciones, apóstrofes, exclamaciones,…
3.- Tipos de comedias lopescas.
3.1.- De historia y leyenda.
Se funda en fases de la historia española y en leyendas de ella. Se basa en la honra y el ensalzamiento del ser español y su esencia en la monarquía teocéntrica, como en El mejor alcalde, el rey, Peribáñez, Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo,… Tal vez por el éxito de Juan de la Cueva al introducir antes que él la materia épica, las de historia medieval suman dos docenas: la Edad Media era interesante para ensalzar los valores patrióticos en un tiempo en que la nación española se estaba formando. También predominan las ambientadas en tiempos de los Reyes Católicos, época en la que se centraba el interés de un hombre de letras barroco ya abocado a la decadencia y que tiene en el reinado de Isabel y Fernando el inicio del Imperio de España.
Con todo, en éstas difunde la idea de que el rey ha heredado el poder regio por voluntad divina y que, por tanto, los vasallos le obedecen, en primer lugar, por un imperativo religioso, fuertemente mantenido por el poder de los Austrias. La idea de un teatro nacional democrático se revela falsa en consecuencia: el rey es una presencia omnímoda en las mentes de todos los vasallos, como se presenta Dios mismo, y su poder justiciero está por encima de toda valoración: así, leemos en Fuenteovejuna: que quien dijo por la ley / justa del cielo y del suelo / es sólo Dios en el cielo / y en el suelo sólo el rey.
Las ambientadas en el extranjero dan una muestra de falta de perspectiva histórica: los personajes, sus reacciones y valores son los propios de la España a él coetánea, con el exotismo epacio temporal que suponían como atractivo añadido desde la Roma abrasada, hasta La imperial de Otón, pasando por la persa Contra valor no hay desdicha o El gran Duque de Moscovia.
3.2.- Novelescas.
Mezcla los tópicos de la novella italiana con el honor propiamente español. Toma especialmente los modelos de Giovanni Boccaccio y Mateo Bandello: los ambientes son los propios de la Italia septentrional – p. ej. La quinta de Florencia o Castelvines y Monteses, sobre Romeo y Julieta – y los temas se basan en el enredo amoroso, que, normalmente, deviene en causa de peligro para el honor, es decir, el reconocimiento público de la honra. Así, en El castigo sin venganza, en Mantua, un marido mata a su esposa, presuntamente infiel, pero no puede declararse homicida ante la justicia, de modo que al verse impedido de la publicación de su castigo, la venganza no es total pues el reconocimiento público de la honra no puede ser divulgado.
No podemos olvidar que amor y honor son caras de una misma moneda: el uno provoca el otro en cuanto cualquier lance de amor es tenido como cosa pública en potencia y, por tanto, campo abonado para el concepto frágil del reconocimiento público de la honra, que es la idea de honor barroco.
3.3.- Rurales.
Supone una teatralización del menosprecio de corte y alabanza de aldea. Téngase en cuenta que el pueblo rural es siempre virtuoso pues en ellos no hay cabida de sospecha de semitismo: los judíos siempre practicaron oficios urbanos, de modo que una ascendencia rural garantizaba una limpieza de sangre incontestable, como se ve, pongamos por caso, en El villano en su rincón o La villana de Getafe.
En El villano en su rincón, obra paradigmática, Juan Labrador, afirma que daría su vida por el rey, pero no necesita verlo, pues es feliz en sus tierras y siente repugnancia ante las maldades de la Corte con lo que aparece una versión de teatral muy original del beatus ille horaciano.
La moda de los villanos también responde a una preocupación sociológica y económica ante los problemas del campo, en crisis y con una inflación galopante. La presencia del rey en tal medio se ha interpretado como una constatación de que el monarca no olvida a sus súbditos campesinos, obviando todo tipo de problemas y críticas que estarían presentes en el medio rural.
Las comedias pastoriles tienen un pie en lo mitológico y lo bucólico, en cuanto aparecen localizaciones reales de historias de esta índole, acentuándose la preceptiva hispanización de la literatura barroca. Algunas de ellas continúan el proceso de autobiografismo de algunas de sus novelas como en la comedia homónima de la novela La Arcadia, o en Belardo Furioso.
3.4.- De capa y espada.
El acero de Madrid, Santiago “el verde”, El rufián Castrucho o La dama boba son ejemplos de comedias urbanas de espadachines de vida vertiginosa y de carácter temerario, ingenioso e irónico. Sus lances siempre se ven espoleados por razones de amor y honor.
3.5.- Religiosas y mitológicas.
Es la versión a lo divino del teatro lopesco, en el que vierte leyendas e historia de religiosidad popular, sin las complicaciones teológicas que tendrán los autos de Calderón; sirvan de ejemplo sus autos La siega o El auto de los cantares, o sus comedias como La buena guarda. Sus obras se pueden llamar teológicas en cuanto son extraídas, o al menos inspiradas, de la Biblia y de hagiografías, que son, lógicamente, teológicas por definición. Lope se especializa en vidas de santos, más próximos al sentir religioso popular, de las que escribe más de veinticinco.
Las mitológicas, salvo La selva sin amor, égloga dramática escrita para la Corte, narran de modo sencillo mitos ovidianos fuertemente cristianizados en valores y actitudes – nótese si no cómo Orfeo es El marido más firme – en obras como Adonis y Venus o Perseo.