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ToggleEntre visillos en la obra de la autora
Entre visillos, galardonada con el Premio Nadal en 1957, es la obra que consagró a Carmen Martín Gaite y una pieza fundamental de su etapa inicial. Escrita en su juventud, la novela la posicionó como una de las voces más destacadas de la Generación del 50, un grupo de escritores que, en plena posguerra franquista, se inclinaron hacia el realismo social para retratar la atmósfera de la época. La novela es un exponente paradigmático de esta corriente, caracterizada por un estilo objetivista que buscaba reflejar la realidad con la precisión de una cámara o una grabadora, dejando que la mediocridad y la opresión del entorno se manifestaran por sí solas.
Sin embargo, la importancia de Entre visillos trasciende su adscripción a una corriente literaria. Aunque comparte con obras como El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio la técnica de la novela coral y el diálogo minucioso, Martín Gaite introduce elementos que anuncian la evolución de su obra posterior. Su principal innovación fue enfocar la lente del realismo social en la experiencia específica de las mujeres. La novela denuncia el vacío existencial y la falta de horizontes de las jóvenes de provincias, cuyas vidas estaban rígidamente delimitadas por las expectativas sociales de noviazgo y matrimonio, en contraste con la relativa libertad de los personajes masculinos.
Además, Martín Gaite no se somete por completo a los cánones del objetivismo estricto. La alternancia de la narración en tercera persona con capítulos en primera persona —a través de las voces del profesor Pablo Klein, un observador externo, y de la joven Natalia, una conciencia en formación— introduce una dimensión introspectiva y un intimismo reflexivo que se convertirían en la seña de identidad de su obra de madurez. Por tanto, Entre visillos no solo es una obra clave del realismo social español, sino también la semilla de la escritora que exploraría con maestría la memoria, el diálogo y la subjetividad en novelas posteriores como Retahílas o El cuarto de atrás.
Resumen General
La trama de Entre visillos se desarrolla a lo largo de unos pocos meses en una ciudad de provincias no identificada durante la década de 1950 pero que, sin duda, es Salamanca. La historia se articula en torno a dos ejes narrativos que se entrelazan: la vida cotidiana de un grupo de jóvenes burguesas y la llegada a la ciudad de Pablo Klein, un profesor de alemán de origen extranjero que se incorpora al instituto local.
Las jóvenes protagonistas, entre las que destacan las hermanas Julia, Mercedes y Natalia, junto a sus amigas como Gertru, Elvira o Goyita, viven una existencia monótona y superficial. Sus días transcurren entre misas, paseos, visitas al casino y conversaciones triviales cuyo tema principal es la búsqueda de un novio que culmine en matrimonio. La novela retrata con precisión la asfixia de un entorno social conservador donde las aspiraciones intelectuales o profesionales de la mujer son sistemáticamente anuladas en favor de su rol doméstico. Cada una de ellas lidia a su manera con este corsé: la sumisión entusiasta de Gertru, la rebeldía frustrada de la artista Elvira, la amargura de Merche por su soltería o la huida desesperada de Julia.
El personaje de Pablo Klein funciona como un catalizador y un observador crítico. Su condición de forastero le permite mirar con extrañeza y distancia la rigidez de las costumbres locales, la hipocresía y el tedio vital de sus habitantes. A través de sus interacciones, especialmente con la joven Natalia —la hermana pequeña, estudiosa y retraída que se resiste a entrar en el juego social de sus hermanas—, la novela explora el conflicto central: la tensión entre el deseo de libertad individual y las aplastantes convenciones sociales de la España de posguerra.
Fragmentos
El mundo desde los ojos de Natalia
Como buenos lectores, lo primero que debemos hacer es aprender a escuchar. En este pasaje, que abre la novela, Carmen Martín Gaite nos cede la palabra a través del diario de Natalia, la más joven de las protagonistas. Prestad atención a cómo, en una conversación aparentemente trivial con su amiga Gertru, se nos revela todo un mundo: el de la posguerra, donde estudiar se ve como un obstáculo para el verdadero objetivo de una mujer, el matrimonio. Fijaos en la sencillez del lenguaje, que esconde una profunda crítica, y en cómo el silencio de Natalia dice mucho más que las palabras emocionadas de su amiga. Este fragmento es la puerta de entrada a la atmósfera asfixiante de la novela y al conflicto que vivirán sus personajes.
«Ayer vino Gertru. No la veía desde antes del verano. Salimos a dar un paseo. Me dijo que no creyera que porque ahora está tan contenta ya no se acuerda de mí; que estaba deseando poder tener un día para contarme cosas. Fuimos por la chopera del río paralela a la carretera de Madrid.
Yo me acordaba del verano pasado, cuando veníamos a buscar bichos para la colección con nuestros frasquitos de boca ancha llenos de serrín empapado de gasolina. Dice que ella este curso por fin no se matricula, porque a Ángel no le gusta el ambiente del Instituto. Yo le pregunté que por qué, y es que ella por lo visto le ha contado lo de Fonsi, aquella chica de quinto que tuvo un hijo el año pasado. En nuestras casas no lo habíamos dicho; no sé por qué se lo ha tenido que contar a él. Me enseñó una polvera que le ha regalado, pequeñita, de oro.
—Fíjate qué ilusión. ¿Sabes lo que me dijo al dármela? Que la tenía guardada su madre para cuando tuviera la primera novia formal. Ya ves tú; ya le ha hablado de mí a su madre.
Que si no me parecía maravilloso. Me obligaba a mirarla, cogiéndome del brazo con sus gestos impulsivos. Se había pintado un poco los ojos y a mí me parecía que se iba a avergonzar de que se lo notase. Luego me contó que se pone de largo dentro de pocos días en una fiesta que dan en el Aeropuerto, que ella ya sabe cómo lo van a adornar todo, porque Ángel es capitán de aviación y uno de los que lo organizan; que han estado juntos comprando bebidas, farolillos y colgantes de colores. Me explicó con muchos detalles cómo es su traje de noche; se soltaba de mí entre las explicaciones y daba vueltas de vals por la orilla, sorteando los árboles y echando la cabeza para atrás. Se paró en un tronco y me fue haciendo con el dedo una especie de plano de la entrada al Aeropuerto y de los hangares donde van a dar la fiesta.
Quería que me lo imaginara exactamente para que le diera alguna idea original de cómo lo adornaría yo, por si le sirve a Ángel lo que yo diga. No comprendía que no hubiera convencido a mis hermanas para ir yo también, tan fantástico como será. No le quise contar que he tenido que insistir para convencerlas precisamente de lo contrario. Le dije sólo que soy pequeña todavía. Quería que hablara ella y me dejara a mí.
—Tú me llevas dos meses, Natalia. ¿Es que ya no te acuerdas? —dijo.
Y se reía—. ¿Tan mayor te parezco ahora?
Estábamos en el sitio de las barcas y hacía una tarde muy buena. Yo quise que remáramos un poco, pero Gertru tenía prisa por volver a las siete, y además no quería arrugarse el vestido de organza amarilla. Yo me senté en la hierba contra el tronco de un árbol, y ella se quedó de pie. Se agachaba a recoger piedras planas y las echaba al río; brincaban dos o tres veces antes de hundirse, parecían ranitas, y a mí me gustaba mirar los círculos que dejaban en el agua. Me dijo que por qué estaba tan callada, que le contase alguna cosa, pero yo no sabía qué contar…»
La mirada del forastero
Todo buen relato necesita un testigo, alguien que mire desde fuera y nos haga ver lo que los de dentro ya no perciben. Ese es el papel de Pablo Klein, el profesor que llega a la ciudad. En este fragmento, su viaje en tren se convierte en un pequeño teatro que nos adelanta la sociedad que vamos a encontrar. Fijaos en cómo la autora utiliza a este narrador casi como si fuera una cámara de cine: no juzga, solo describe lo que ve y oye. Es un ejemplo magnífico del estilo “objetivista” que buscaba retratar la realidad sin adornos. A través de conversaciones robadas y gestos observados, Martín Gaite nos pinta un retrato crudo de la mentalidad de la época, donde el control paterno y la obsesión por las apariencias lo son todo.
Llegué hacia la mitad de septiembre, después de un viaje interminable. El tren tuvo dos averías, la segunda pesada de arreglar, ya a pocos kilómetros de la llegada, en medio de unos rastrojos, y en ese rato, que fue largo, se puso el sol y me dio tiempo a terminarme los pitillos. Había sido una tarde de mucho calor. Salí al pasillo. Un pastor inmóvil estaba mirando los vagones con las manos apoyadas en su palo y algunos de los borregos que se habían quedado por el sol tenían una sombra grotesca y movediza de patas muy largas. La sombra de algún perfil o un brazo de los viajeros asomados se movía también sobre la tierra. En el límite, a cosa de un kilómetro, vi unos pocos llanos y, apenas levantadas del sembrado, las casas de un pueblo chico. A un muchacho pecoso que andaba por allí con tirador en la mano le llamaron desde una ventanilla, le preguntaron que si podía traer unas gaseosas. «Mande, ¿es a mí?» «Unas gaseosas, digo, o algo para beber.» No respondió y se echó a correr por el sendero del pueblo. Los viajeros, aburridos, empezaron a bajarse a la vía, y se formó desde la máquina a los vagones de primera una especie de paseo provinciano. El padre de una chica de rosa, que iba en mi departamento, se encontró con un amigo; se pusieron a lamentarse de no haberse encontrado en todo el trayecto. El de mi departamento venía de San Sebastián, decía que la mujer y los hijos se pasaban todo el santo día inventando gastos y diversiones. De tiendas y de meriendas y de cines. Uno que papá veinte duros, otro que nos vamos en bici a Igueldo, otro que venía tarde a cenar… Y cuando llovía, no sabías dónde meterte con aquel gentío. Ni sitio para sentarse a leer el periódico. En el hotel te comían las moscas, en el café una Coca Cola diez pesetas, los cines abarrotados… Él Iba contando estas cosas con los dedos, disparándolos al aire sucesivamente en firmes sacudidas, empezando por el pulgar. Sacaron las petacas y fumaron. El otro señor había estado en un balneario y decía que allí se comía muy bien y que era vida tranquila y sana. Le preguntó que si venían en segunda. «Sí. No encontramos primera con las dificultades de última hora. Ahí, en ese vagón, donde está asomada mi chica.» La chica de rosa miraba hacia el pueblo con ojos de aburrimiento; el amigo de su padre puso un gesto ponderativo al volverse hacia arriba y mirarla, dijo que era muy guapa, que no se acordaba de ella. «Goyita, este señor es don Luis, el del almacén de curtidos». «Encantada. Sonreía al decir», con los labios estirados. «Vaya, y qué, ahora a hacer estragos en las fiestas del casino, ¿eh?, ¿o ya tienes novio tú?» «¿Ésta?, ¿novio? A buena parte va. Más le gusta bailar con unos y con otros. A ésta con novio, la mataba, fíjese. La mataba.» «Hace bien, ya lo creo, en divertirse todo lo que pueda. Juventud, divino tesoro. A ti te tengo que presentar yo a mi hijo el mayor, el que estudia Derecho. Menudo elemento también para eso del baile. A lo mejor lo conoces.» Ella hizo un gesto ambiguo con la boca. «No sé. A lo mejor.»
Me fui adonde la máquina, a curiosear la avería. Volvió el muchacho pecoso con un hombre vestido de pana y traían un burro cargado de sandías; se pusieron a venderlas entre la gente que tenía sed. Fue un acontecimiento y todos compraron; pedían dinero los niños a sus padres y los que se habían quedado en el tren encargaban a los de abajo que les comprasen. Me dio la impresión de que era como una gran familia de viajeros y que todos o casi todos se conocían. Yo también compré sandía, que la vendían por rajas gordas, y cuando volví a subir al departamento me goteaba el zumo por la barbilla.
El amor como campo de batalla
Este tercer fragmento se centra en Julia, la hermana mayor, y en su conflictiva relación con su novio Miguel. Él representa una posible vía de escape de la sofocante vida de provincias, pero a un precio muy alto. Prestad atención a cómo Martín Gaite construye la tensión a través del diálogo. Cada frase es un pequeño pulso, un choque entre el mundo de Julia (la confesión, las amigas, el qué dirán) y el de Miguel (la impaciencia, el desprecio por las normas, la exigencia). Este pasaje es clave porque nos muestra cómo el amor, que debería ser una liberación, se convierte para estas mujeres en otro tipo de jaula, llena de condiciones y luchas de poder. Este choque de voluntades es el motor de gran parte de la novela, ¿cómo creéis que se resolverá?
Julia subió al escalón con las rodillas, y acercó los ojos a la rejilla de su lado que acababa de abrirse. Distinguió confusamente los rasgos abultados del rostro de don Luis.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Padre, soy Julia.
—Ah, Julia, Julita. Vamos a ver, hija.
Siempre aquella cosa en la garganta, como un latido apresurado que entorpecía las primeras palabras. Siempre desde pequeña, y cada vez más agudizado. Sentía a sus espaldas las luces de las velas, los cánticos, los rezos, los ojos guiñados de los santos, mezclarse, menearse en un jarabe espeso y giratorio que se aplastaba contra ella inmovilizándola de cara a la madera, aturdiéndola con su hervor confuso. Apretó dentro del bolsillo de la chaqueta el papel arrugado y sobadísimo. Antes, a la luz escasa de una bombilla lo había estado repasando, pero la verdad es que fue más bien por deleite. Lo había escrito anoche, cuando el insomnio.
—Verá, padre, que algunas veces cuando he ido al cine, me excito y tengo malos sueños.
La cuestión era empezar aunque fuera con un rodeo, despegar la lengua, sentírsela húmeda.
—El cine, siempre el cine, cuántas veces lo mismo. Ahí está el mal consejero, ese dulce veneno que os mata a todas. Pero sueños, ¿cómo dormida?
—Sí, padre, casi siempre dormida. Aunque anoche no tanto. Anoche estaba bastante despierta y lo pensé porque quise. Y si estoy dormida, cuando me despierto me gusta haber soñado esas cosas.
Al entrar en el portal, casi se tropezó con un hombre que estaba sentado en el primer peldaño, fumando. A lo primero no le reconoció, a contraluz y con el susto, él la abrazó por las rodillas y levantó la cara riendo.
—¡¡Miguel!! ¿Cuándo has venido? Me figuraba, fíjate; me lo figuraba que no ibas a avisar si venías. Pero suéltame, hombre, que me caigo, ¡ay!
—¿Dónde has ido? Te he llamado por teléfono tres veces.
Julia se separó y él se puso de pie. Traía una cazadora de cuero bastante manchada y no estaba bien afeitado. Se miraron.
—Me había ido a confesar.
—¡Qué guapa estás! Venga, vámonos, hay que aprovechar la tarde.
Ella quería subir a cambiarse de traje, pero no la dejó. La empujó a la puerta y echó a andar a su lado, cogiéndola por el pescuezo. De broma le daba meneones, columpiándola hacia sí. La despeinaba.
—Hombre, déjame. Déjame que guarde el velo por lo menos. Toma, guárdamelo tú.
—Ay Dios, cuánto velo, cuánta confesión. ¿Pero qué pecados tienes tú, si debes tener la conciencia como una patena de tanto limpiarla y relimpiarla?
Julia iba a disgusto, se sentía el moño medio deshecho. En el reloj de la barbería vio que eran menos cinco.
—Vamos a torcer por aquí —dijo él—. Vamos al río, a aquel sitio que fuimos la otra vez que vine a verte.
—No, verás. Yo primero tengo que ir a dar un recado a unas chicas amigas mías. No tardo nada.
—Venga, no empieces con planes, ya irás luego.
—Que no, hombre, que me están esperando a la puerta del cine, no les voy a hacer esa faena. Si es un minuto. Les digo que has venido y ya. Si me quieres esperar aquí en la barbería, de paso te afeitabas.
—Déjame de afeitados, voy bien así.
—Hombre, qué te cuesta. ¡Mira que te presentas a verme de una facha y vestido de un modo!
Miguel sacó una voz segura y decidida.
—Te he dicho, Julia, que voy bien como voy. Si quieres presumir de novio delante de tus amigas, yo no soy ningún maniquí. Te buscas uno.
Siguieron en silencio. Ella hizo un gesto para desprenderse de la mano de él. Él la afianzó más fuerte.
—A ver dónde es ese cine.
—Pasada la Plaza.
—Mira que son unos problemas. Si no llegabas, ya entrarían ellas sin ti. El caso es buscarse compromisos, cosas que le aten a uno. Siempre igual.
Autor
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Hola. Soy Víctor Villoria, profesor de Literatura actualmente en la Sección Internacional Española de la Cité Scolaire International de Grenoble, en Francia. Llevo más de treinta años como profesor interesado por las nuevas tecnologías en el área de Lengua y Literatura españolas; de hecho he sido asesor en varios centros del profesorado y me he dedicado, entre otras cosas, a la formación de docentes; he trabajado durante cinco años en el área de Lengua del Proyecto Medusa de Canarias y, lo más importante he estado en el aula durante más de 25 años intentando difundir nuestra lengua y nuestra literatura a mis alumnos con la ayuda de las nuevas tecnologías. Ahora soy responsable de esta página en la que intento seguir difundiendo nuestra literatura. ¡Disfrútala!
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