Francisco Ayala. “Muertes de perro”

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By Víctor Villoria

Muertes de perro (1958) es una novela de Francisco Ayala que retrata la vida en una ficticia dictadura tropical del Caribe, gobernada con mano de hierro por el tirano Antón Bocanegra. La obra no se narra de forma lineal, sino que se construye como un mosaico a través de una “crónica” que un personaje, Luis Pinedo, ensambla a partir de documentos diversos: diarios, cartas, testimonios y memorias de los protagonistas.

A través de esta técnica de múltiples perspectivas, Ayala explora temas universales como la corrupción moral, la naturaleza degradante del poder absoluto, la violencia como motor de la historia y la fusión de lo trágico con lo grotesco. La novela es un análisis implacable de cómo la tiranía no solo destruye la vida política, sino que pervierte la condición humana, llevando a sus personajes a vivir y morir “como perros”, despojados de toda dignidad.

Contextualización del Fragmento

Este fragmento pertenece al inicio de la novela. Es la voz del cronista, Luis Pinedo, quien se presenta a sí mismo y justifica la tarea que va a emprender. Pinedo es un personaje clave: un intelectual lisiado, confinado a un sillón de ruedas (“clavado por añadidura a este sillón”), que se erige como el observador y compilador de los hechos.

Desde el primer momento, se establece su carácter complejo y ambiguo. Se describe a sí mismo como un ser nulo y pasivo cuya invalidez lo protege del violento caos exterior (“mi nulidad me preserva”). Sin embargo, esta aparente resignación esconde un profundo resentimiento y una soterrada ambición de poder, no un poder físico o político, sino el poder del que escribe la historia, el que tiene la última palabra.

Tema del Fragmento

El tema central del fragmento es la justificación del cronista y la reivindicación del poder de la escritura como forma de trascendencia y control. Pinedo establece una clara dicotomía entre dos tipos de poder:

  1. El poder activo y violento:Representado por “todos se afanan por matarse unos a otros” y encarnado en la figura de Olóriz, otro lisiado que, a pesar de su condición, “maneja los hilos todos de los títeres” y decreta muertes.
  2. El poder pasivo e intelectual:El que él mismo ejerce. Pinedo, que se autodenomina “insignificante Pinedito”, se ve a sí mismo como un “bicho raro” o un “mochuelo”. Sin embargo, inmediatamente revela su verdadera ambición: que su nombre sea el que “se haga ilustre” por haber salvado y ordenado los documentos que darán forma a la historia.

Por tanto, el fragmento explora la idea de que, en un mundo de violencia caótica, el acto de narrar, de dar forma y sentido a los acontecimientos, es una forma de poder superior y más duradera. La escritura se convierte en un arma para el intelectual resentido, una manera de imponer su visión y de vengarse, simbólicamente, de un mundo que lo ha marginado.

Resumen del Fragmento

En este pasaje inicial, el narrador, Luis Pinedo, reflexiona sobre su condición de observador privilegiado. Afirma que su invalidez física lo mantiene al margen de la lucha violenta que consume a todos a su alrededor, permitiéndole dedicarse a la tarea de “hacer acopio de documentos” para construir la crónica de la época. Se compara con otros paralíticos “activos” como Roosevelt o el siniestro Olóriz, quien dirige la represión desde su rincón, para dejar claro que su propia elección es la del “escribidor”.

Aunque se describe a sí mismo de forma autocrítica como un “absurdo mochuelo”, revela su verdadera aspiración: que su nombre pase a la historia no por actuar, sino por narrar. Fantasea con que su labor de cronista le otorgue una fama superior a la de los protagonistas violentos. Finalmente, explica cómo el propio caos de la dictadura (el asalto a embajadas, la desbandada de conventos) le ha permitido conseguir, de forma casi fortuita, los documentos íntimos y “sabrosos” que ahora obran en su poder y que constituyen la materia prima de su narración.

Fragmento

Mientras tanto, mi nulidad me preserva. De mí, ¿quién va a ocuparse? Y hasta me sobra el tiempo y el sosiego para observar, inquirir, enterarme, averiguarlo todo, e incluso para hacer acopio de documentos; sí, juntar los papeles sobre cuyo valor documental habrá de fundarse luego la historia de este turbulento período. Por supuesto, no voy a alardear de tal servicio, ni es tampoco gran mérito dedicarme a recogerlos y coleccionarlos; pues ¿en qué mejor cosa podría ocuparme? Vástago de una familia de escribas, y clavado por añadidura a este sillón desde los días ya bastante remotos de la adolescencia, a mí me corresponde por derecho propio esta sedentaria tarea, cuando todos se afanan por matarse unos a otros. Cada cual a lo suyo, digo yo; y en esto no hay alarde, antes al contrario… Cierto es, lo sé bien, que mi condición no constituiría impedimento mayor para quien gustase de participar en las luchas de su tiempo; y no digamos, si por ventura poseía el genio de la política: ahí tenemos, no tan lejano, el caso de Roosevelt como ejemplo y espejo de paralíticos activos; y aun sin irse a lo alto, ¿acaso este viejo Olóriz, lisiado ya y no menos impedido que yo, medio imbécil de senilidad, no es quien está, en cierto modo, dirigiendo ahora entre nosotros, con su mano temblona, la horrible zarabanda[6]? ¿No es él quien decreta muertes bajo pretexto de pública salvación, quien ordena interrogatorios y dispone torturas, y maneja, en suma, desde su rincón, los hilos todos de los títeres? Él es, aunque mentira parezca.

Pero yo, pobre de mí, que jamás sentí el aguijón de tales deseos, he hecho y hago, en cambio, virtud de mi enfermedad para reforzar con ella mi tradición doméstica de lector y de escribidor, hasta haberme convertido a los ojos de los demás en esa rara avis, o bicho raro, que en mí ven: especie de absurdo mochuelo, con el pecho poderoso y las patas secas. ¡Dejadlos! Ellos pugnan, ellos luchan, ellos se desgarran, ellos se arrancan la vida y, movidos por oleadas de ciega pasión, actúan como protagonistas. Sin embargo, ¿quién les dice que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del insignificante Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos cuya importancia nadie reconoce ahora, y en los que nadie repara?… Silenciosamente, los recojo yo mientras tanto para redactar en su día la crónica de los sucesos actuales; y es curioso que los sucesos mismos, en su vendaval, se encargan de irlos trayendo hasta mis manos. Si las turbas no hubieran asaltado varias legaciones, es claro que nunca habrían llegado a mi poder las piezas de sus archivos, dispersos al viento, que aquí tengo. Sin la desbandada del convento de Santa Rosa, cuya abadesa buscó en la Embajada de España, luego saqueada por un grupo de insensatos, breve, inseguro y efímero refugio, no poseería yo en custodia el mazo de cartas y borradores que obran en mis carpetas… Y como ésos, son bastantes —y muy sabrosos, por cierto, algunos de ellos— los escritos que, a favor de las circunstancias, he conseguido reunir y clasificar hasta el momento.

Francisco Ayala, Muertes de perro, 1958

Autor

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    Hola. Soy Víctor Villoria, profesor de Literatura actualmente en la Sección Internacional Española de la Cité Scolaire International de Grenoble, en Francia. Llevo más de treinta años como profesor interesado por las nuevas tecnologías en el área de Lengua y Literatura españolas; de hecho he sido asesor en varios centros del profesorado y me he dedicado, entre otras cosas, a la formación de docentes; he trabajado durante cinco años en el área de Lengua del Proyecto Medusa de Canarias y, lo más importante he estado en el aula durante más de 25 años intentando difundir nuestra lengua y nuestra literatura a mis alumnos con la ayuda de las nuevas tecnologías. Ahora soy responsable de esta página en la que intento seguir difundiendo nuestra literatura. ¡Disfrútala!

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