Leandro Fernández de Moratín. La comedia nueva o el café.

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La comedia nueva o el café.

Esta obra en dos actos satiriza el mal teatro que escribían aquellos que trataban de continuar las obras de Lope y Calderón. Es evidente la intención didáctica del autor.

ACTO I

En un café (hay unidad de lugar y de acción, naturalmente) se trata del estreno que va a hacerse de una comedia, titulada El gran cerco de Viena, cuyo autor es don Eleuterio Crispín de Andorra. La alaba con exageración el pedante don Hermógenes, novio de doña Mariquita, hermana de Don Crispín. Don Pedro, cliente del café, que, con su amigo don Antonio ha leído la obra, estima que es malísima, pero la defiende don Hermógenes. He aquí la conversación de este con don Eleuterio cuando don Pedro y don Antonio se han ido.

DON ELEUTERIO.- ¡Llamar detestable a la comedia! ¡Vaya, que estos hombres gastan un lenguaje que da gozo oírle!

DON HERMÓGENES.- Aquila non capit muscas, don Eleuterio. Quiero decir que no haga usted caso. A la sombra del mérito crece la envidia. A mí me sucede lo mismo. Ya ve usted si yo sé algo…

DON ELEUTERIO.- ¡Oh!

DON HERMÓGENES.- Digo, me parece que (sin vanidad) pocos habrá que…

DON ELEUTERIO.- Ninguno. Vamos; tan completo como usted, ninguno.

DON HERMÓGENES.- Que reúnan el ingenio a la erudición, la aplicación al gusto, del modo que yo (sin alabarme) he llegado a reunirlos. ¿Eh?

DON ELEUTERIO.- Vaya, de eso no hay que hablar: es más claro que el sol que nos alumbra.

DON HERMÓGENES.- Pues bien; a pesar de eso, hay quien me llama pedante, y casquivano, y animal cuadrúpedo. Ayer, sin ir más lejos, me lo dijeron en la Puerta del Sol, delante de cuarenta o cincuenta personas.

DON ELEUTERIO.- ¡Picardía! Y usted ¿qué hizo?

DON HERMÓGENES.- Lo que debe hacer un gran filósofo; callé, tomé un polvo y me fui a oír una misa a la Soledad.

DON ELEUTERIO.- Envidia todo, envidia. ¿Vamos arriba?

DON HERMÓGENES.- Esto lo digo para que usted se anime, y le aseguro que los aplausos que… Pero dígame usted: ¿ni siquiera una onza de oro le han querido adelantar a usted a cuenta de los quince doblones de la comedia?

DON ELEUTERIO.- Nada, ni un ochavo. Ya sabe usted las dificultades que ha habido para que esa gente la reciba. Por último, hemos quedado en que no han de darme nada hasta ver si la pieza gusta o no.

DON HERMÓGENES.- ¡Oh!, ¡corvas almas! Y precisamente en la ocasión más crítica para mí. Bien dice Tito Livio que cuando…

DON ELEUTERIO.- Pues ¿qué hay de nuevo?

DON HERMÓGENES.- Ese bruto de mi casero… El hombre más ignorante que conozco. Por año y medio que le debo de alquileres me pierde el respeto, me amenaza…

DON ELEUTERIO.- No hay que afligirse. Mañana o esotro es regular que me den el dinero; pagaremos a ese bribón, y si tiene usted algún pico en la hostería, también se…

DON HERMÓGENES.- Sí, aún hay un piquillo; cosa corta.

DON ELEUTERIO.- Pues bien; con la impresión lo menos ganaré cuatro mil reales.

DON HERMÓGENES.- Lo menos. Se vende toda seguramente.

DON ELEUTERIO.- Pues con ese dinero saldremos de apuros; se adornará el cuarto nuevo: unas sillas, una cama y algún otro chisme. Se casa usted. Mariquita, como usted sabe, es aplicada, hacendosilla y muy mujer; ustedes estarán en mi casa continuamente. Yo iré dando las otras cuatro comedias que, pegando la de hoy, las recibirán los cómicos con palio.

ACTO II

El estreno ha constituido un fracaso estrepitoso. Don Pedro ha abandonado el teatro antes de que acabara la función, y cuenta a Don Antonio lo que está sucediendo.

DON PEDRO.- Que cosa peor no se ha visto en el teatro desde que las musas de guardilla le abastecen… Si tengo hecho propósito firme de no ir jamás a ver esas tonterías. A mí no me divierten; al contrario, me llenan de, de… No, señor, menos me enfada cualquiera de nuestras comedias antiguas, por malas que sean. Están desarregladas, tienen disparates; pero aquellos disparates y aquel desarreglo son hijos del ingenio y no de la estupidez. Tienen defectos enormes, es verdad; pero entre estos defectos se hallan cosas que, por vida mía, tal vez suspenden y conmueven al espectador en términos de hacerle olvidar o disculpar cuantos desaciertos han precedido. Ahora, compare usted nuestros autores adocenados del día con los antiguos, y dígame si no valen más Calderón, Solís, Rojas, Moreto, cuando deliran, que estotros cuando quieren hablar en razón.

DON ANTONIO.- La cosa es tan clara, señor don Pedro, que no hay nada que oponer a ella; pero, dígame usted, el pueblo, el pobre pueblo, ¿sufre con paciencia ese espantable comedión?

DON PEDRO.- No tanto como el autor quisiera porque algunas veces se ha levantado en el patio una mareta sorda que traía visos de tempestad. En fin, se acabó el acto muy oportunamente; pero no me atreveré a pronosticar el éxito de la tal pieza, porque aunque el público está ya muy acostumbrado a oír desatinos, tan garrafales como los de hoy jamás se oyeron.

DON ANTONIO.- ¿Qué dice usted?

DON PEDRO.- Es increíble. Allí no hay más que un hacinamiento confuso de especies, una acción informe, lances inverosímiles, episodios inconexos, caracteres mal expresados o mal escogidos; en vez de artificio, embrollo; en vez de situaciones cómicas, mamarrachadas de linterna mágica. No hay conocimiento de historia ni de costumbres; no hay objeto moral; no hay lenguaje, ni estilo, ni versificación, ni gusto, ni sentido común. En suma, es tan mala y peor que las otras con que nos regalan todos los días.

DON ANTONIO.- Y no hay que esperar nada mejor. Mientras el teatro siga en el abandono en que hoy está, en vez de ser el espejo de la virtud y el templo del buen gusto, será la escuela del error y el almacén de las extravagancias.

La representación de El gran cerco de Viena ha terminado entre silbidos. En el café, el autor oye decir de don Hermógenes que la obra era malísima. No sólo lo ha engañado, sino que se ha quedado con sus ahorros; y era fingido el amor que decía sentir por doña Mariquita. Cuando el pedantón se h ido, don Pedro habla con ella y con el desventurado don Eleuterio.

DOÑA MARIQUITA.- Ya ve usted, hermana, lo que ha venido a resultar. Si lo dije, si me lo daba el corazón… Mire usted qué hombre; después de haberme traído en palabras tanto tiempo y, lo que es peor, haber perdido por él la conveniencia de casarme con el boticario, que a lo menos es hombre de bien y no sabe latín ni se mete en citar autores, como ese bribón… ¡Pobre de mí! Con dieciséis años que tengo, y todavía estoy sin colocar; por el maldito empeño de ustedes de que me había de casar con un erudito que supiera mucho. Mire usted lo que sabe el renegado (Dios me perdone): quitarme mi acomodo, engañar a mi hermano, perderle y hartarnos de pesadumbres.

DON ANTONIO.- No se desconsuele usted, señorita, que todo se compondrá. Usted tiene mérito y no le faltarán proporciones mucho mejores que las que ha perdido.

DON ELEUTERIO.- Yo ya estoy en que la comedia no es tan mala y que hay muchos partidos, pero lo que a mí me…

DON PEDRO.- ¿Todavía está usted en esa equivocación?

DON ANTONIO.- (Aparte a DON PEDRO.) Déjele usted.

DON PEDRO.- No quiero dejarle, me da compasión…. Y, sobre todo, es demasiada necedad, después de lo que ha sucedido, que todavía esté creyendo el señor que su obra es buena. ¿Por qué ha de serlo? ¿Qué motivos tiene usted para acertar? ¿Qué ha estudiado usted? ¿Quién le ha enseñado el arte? ¿Qué modelos se ha propuesto usted para la imitación? ¿No ve usted que en todas las facultades hay un método de enseñanza y unas reglas que seguir y observar; que a ellas debe acompañar una aplicación constante y laboriosa, y que sin estas circunstancias, unidas al talento, nunca se formarán grandes profesores, porque nadie sabe sin aprender? Pues ¿por dónde usted, que carece de tales requisitos, presume que habrá podido hacer algo bueno? ¿Qué, no hay más sino meterse a escribir, a salga lo que salga, y en ocho días zurcir un embrollo, ponerlo en malos versos, darle al teatro y ya soy autor? ¿Qué, no hay más que escribir comedias? Si han de ser como la de usted o como las demás que se le parecen, poco talento, poco estudio y poco tiempo son necesarios; pero si han de ser buenas (créame usted) se necesita toda la vida de un hombre, un ingenio muy sobresaliente, un estudio infatigable, observación continua, sensibilidad, juicio exquisito, y todavía no hay seguridad de llegar a la perfección.

Don Eleuterio confiesa su ruina a don Pedro. Es padre de cuatro niños, y don Hermógenes lo ha dejado sin dinero.

DON PEDRO.- (Aparte. ¡Infeliz!) Yo, amigo, ignoraba que del éxito de la obra de usted pendiera la suerte de esa pobre familia. Yo también he tenido hijos. Ya no los tengo; pero sé lo que es el corazón de un padre. Dígame usted: ¿sabe usted contar? ¿Escribe usted bien?

DON ELEUTERIO.- Sí, señor; lo que es así cosa de cuentas, me parece que sé bastante. En casa de mi amo…, porque yo, señor, he sido paje… Allí, como digo, no había más mayordomo que yo. Yo era el que gobernaba la casa, como, ya se ve, estos señores no entienden de eso. Y siempre me porté como todo el mundo sabe. Eso sí, lo que es honradez y…. ¡vaya!, ninguno ha tenido que…

DON PEDRO.- Lo creo muy bien.

DON ELEUTERIO.- En cuanto a escribir, yo aprendí en los Escolapios, y luego me he soltado bastante, y sé alguna cosa de ortografía… Aquí tengo… Vea usted… (Saca un papel y se le da a DON PEDRO.) Ello está escrito algo de prisa, porque ésta es una tonadilla que se había de cantar mañana… ¡Ay, Dios mío!

DON PEDRO.- Me gusta la letra, me gusta.

DON ELEUTERIO.- Sí, señor; tiene su introduccioncita; luego entran las coplillas satíricas con sus estribillos, y concluye con las…

DON PEDRO.- No hablo de eso, hombre, no hablo de eso. Quiero decir que la forma de la letra es muy buena. La tonadilla ya se conoce que es prima hermana de la comedia.

DON ELEUTERIO.- Ya.

DON PEDRO.- Es menester que se deje usted de esas tonterías. (Volviéndole el papel.)

DON ELEUTERIO.- Ya lo veo, señor; pero si parece que el enemigo…

DON PEDRO.- Es menester olvidar absolutamente esos devaneos; ésta es una condición precisa que exijo de usted. Yo soy rico, muy rico, y no acompaño con lágrimas estériles las desgracias de mis semejantes. La mala fortuna a que le han reducido a usted sus desvaríos necesita, más que consuelos y reflexiones, socorros efectivos y prontos. Mañana quedarán pagadas por mí todas las deudas que usted tenga.

DON ELEUTERIO.- Señor, ¿qué dice usted?

DOÑA AGUSTINA.- ¿De veras, señor? ¡Válgame Dios!

DOÑA MARIQUITA.- ¿De veras?

DON PEDRO.- Quiero hacer más. Yo tengo bastantes haciendas cerca de Madrid; acabo de colocar a un mozo de mérito, que entendía en el gobierno de ellas: Usted, si quiere, podrá irse instruyendo al lado de mi mayordomo, que es hombre honradísimo, y desde luego puede usted contar con una fortuna proporcionada a sus necesidades. Esta señora deberá contribuir por su parte a hacer feliz el nuevo destino que a usted le propongo. Si cuida de su casa, si cría bien a sus hijos, si desempeña como debe los oficios de esposa y madre, conocerá que sabe cuanto hay que saber y cuanto conviene a una mujer de su estado y obligaciones. Usted, señorita, no ha perdido nada en no casarse con el pedantón de don Hermógenes, porque, según se ha visto, es un malvado que la hubiera hecho infeliz, y si usted disimula un poco las ganas que tiene de casarse, no dudo que hallará muy presto un hombre de bien que la quiera. En una palabra, yo haré en favor de ustedes todo el bien que pueda; no hay que dudarlo. Además, yo tengo muy buenos amigos en la corte, y… créanme ustedes, soy algo áspero en mi carácter, pero tengo el corazón muy compasivo.

DOÑA MARIQUITA.- ¡Qué bondad!

(Don Eleuterio, su mujer y su hermana quieren arrodillarse a los pies de don Pedro; él lo estorba, y los abraza cariñosamente.)

DON ELEUTERIO.- ¡Qué generoso!

DON PEDRO.- Esto es ser justo. El que socorre a la pobreza, evitando a un infeliz la desesperación y los delitos, cumple con su obligación; no hace más.

DON ELEUTERIO.- ¡Mal haya la comedia (Arrebata la comedia de manos de PIPÍy la hace pedazos.) , amén, y mi docilidad y mi tontería! Mañana, así que amanezca, hago una hoguera con todo cuanto tengo impreso y manuscrito y no ha de quedar en mi casa un verso.

DOÑA MARIQUITA.- Yo encenderé la pajuela.

DOÑA AGUSTINA.- Y yo aventaré las cenizas.

DON PEDRO.- Así deber ser. Usted, amigo, ha vivido engañado; su amor propio, la necesidad, el ejemplo y la falta de instrucción le han hecho escribir disparates. El público le ha dado a usted una lección muy dura, pero muy útil, puesto que por ella se reconoce y se enmienda. Ojalá los que hoy tiranizan y corrompen el teatro por el maldito furor de ser autores, ya que desatinan como usted, le imitaran en desengañarse.

Leandro Fernández de Moratín. La comedia nueva o El café. 1792