Sánchez Ferlosio. Alfanhuí. 1951

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By Víctor Villoria

Importancia en la Trayectoria del Autor

Industrias y andanzas de Alfanhuí, publicada en 1951, es la novela debut de Rafael Sánchez Ferlosio y, por tanto, pertenece a su etapa más temprana. Su aparición supuso una ruptura radical con las corrientes literarias dominantes en la España de posguerra. En un panorama cultural dividido entre la literatura oficial del régimen franquista y el incipiente realismo social que buscaba denunciar las duras condiciones de vida, la obra de Ferlosio se desmarcó por completo, ofreciendo una “ventana de luz y magia” en un contexto sombrío y opresivo.

Esta obra es una pieza clave en la bibliografía de Ferlosio precisamente por su singularidad. Precede en cuatro años a su novela más célebre, El Jarama (1955), considerada la cumbre del realismo objetivista. Alfanhuí muestra a un autor con una sensibilidad completamente distinta, más cercano a la fantasía, la poesía y el lirismo. Se la considera una precursora del realismo mágico en España, bebiendo de la tradición picaresca para subvertirla con un lenguaje preciso y una imaginación desbordante. Su importancia no reside en la continuidad con el resto de su obra narrativa, sino en su carácter de pieza única que revela una faceta imaginativa que Ferlosio decidiría abandonar conscientemente en su posterior evolución hacia el ensayo y el análisis crítico del lenguaje y la realidad.

Resumen de la obra

Industrias y andanzas de Alfanhuí narra el viaje de aprendizaje de un niño peculiar de ojos amarillos llamado Alfanhuí. La novela no sigue una trama convencional, sino que se estructura como una sucesión de episodios en los que el protagonista interactúa con un mundo donde lo maravilloso y lo cotidiano se entrelazan sin conflicto. Alfanhuí es un observador silencioso y un hacedor ingenioso; sus “industrias” son las habilidades que desarrolla para procesar y transformar la realidad fantástica que le rodea.

La historia comienza con Alfanhuí recogiendo la esencia de unos lagartos cazados por un gallo de veleta para crear pigmentos de colores. Este acto inicial define su carácter: un ser que no juzga los prodigios, sino que los integra en su vida con naturalidad. Su viaje lo lleva a Guadalajara, donde se convierte en aprendiz de un maestro taxidermista, un hombre sabio y melancólico que vive en una casa llena de maravillas y secretos, habitada también por una criada disecada. A lo largo de sus andanzas, Alfanhuí aprende sobre los colores, la vida, la muerte y la memoria a través de encuentros con personajes y sucesos extraordinarios, como dos ladrones que viven eternamente contando su botín en un pajar o un castaño cuyas hojas pueden teñirse de múltiples colores mediante un complejo sistema de raíces. El conflicto central es el propio proceso de crecimiento y descubrimiento de Alfanhuí, que se enfrenta a la pérdida y la soledad mientras acumula una sabiduría única, a medio camino entre la ciencia y la magia.

Fragmentos Significativos

La Alquimia de los Colores y la Creación del Lenguaje

El inicio de Industrias y andanzas de Alfanhuí funciona como una declaración de principios estéticos y narrativos que define el tono de toda la obra. El pasaje presenta un suceso fantástico —un gallo de veleta que caza lagartos— narrado con una prosa precisa y despojada de asombro, característica del estilo de Ferlosio en esta etapa. La naturalidad con la que se describe lo imposible establece desde el principio un universo donde lo maravilloso se integra en lo cotidiano sin generar conflicto.
El fragmento es fundamental porque introduce el concepto de las “industrias” del protagonista. La reacción de Alfanhuí ante el prodigio no es la contemplación pasiva, sino la acción transformadora: utiliza los restos de los lagartos para fabricar pigmentos de colores. Este acto de alquimia elemental revela a un personaje que no se limita a observar la realidad, sino que la procesa y la convierte en materia prima para la creación. Además, la tinta negra que obtiene de este proceso le sirve para aprender a escribir un “alfabeto raro que nadie le entendía”, una metáfora clara del nacimiento de una voz literaria única y personal, ajena a las convenciones de su tiempo.


El gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, se bajó una noche de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba. Los colgó al tresbolillo en la blanca pared de levante que no tiene ventanas, prendidos de muchos clavos. Los más grandes puso arriba y cuanto más chicos, más abajo. Cuando los lagartos estaban frescos todavía, pasaban vergüenza, aunque muertos, porque no se les había aún secado la glandulita que segrega el rubor, que en los lagartos se llama «amarillor», pues tienen una vergüenza amarilla y fría.
Pero andando el tiempo se fueron secando al sol, y se pusieron de un color negruzco, y se encogió su piel y se arrugó. La cola se les dobló hacia el mediodía, porque esa parte se había encogido al sol más que la del septentrión, adonde no va nunca. Y así vinieron a quedar los lagartos con la postura de los alacranes, todos hacia una misma parte, y ya, como habían perdido los colores y la tersura de la piel, no pasaban vergüenza.

Y andando más tiempo todavía, vino el de la lluvia, que se puso a flagelar la pared donde ellos estaban colgados, y los empapaba bien y desteñía de sus pieles un zumillo, como de herrumbre verdinegra, que colaba en reguero por la pared hasta la tierra. Un niño puso un bote al pie de cada reguerillo, y al cabo de las lluvias había llenado los botes de aquel zumo y lo juntó todo en una palangana para ponerlo seco.
[…]
Volvió el niño a su palangana y vio cómo había quedado en el fondo un poso pardo, como un barrillo fino. A los días, toda el agua se había ido por el calor que hacía y quedó tan sólo polvo. El niño lo desgranó y puso el montoncito sobre un pañuelo blanco para verle el color. Y vio que el polvillo estaba hecho de cuatro colores: negro, verde, azul y oro. Luego cogió una seda y pasó el oro, que era lo más fino; en una tela de lino pasó el azul, en un harnero el verde y quedó el negro.

De los cuatro polvillos usó el primero, que era el de oro, para dorar picaportes; con el segundo, que era azul, se hizo un relojito de arena; el tercero, que era el verde, lo dio a su madre para teñir visillos, y con el negro, tinta, para aprender a escribir.

El aprendizaje taxidermista

Este pasaje se sitúa en la segunda etapa del aprendizaje de Alfanhuí, ya como aprendiz de un maestro taxidermista en Guadalajara. Su relevancia reside en la introducción de una nueva modalidad narrativa: el relato enmarcado. El maestro, una figura de gran importancia en la formación del protagonista, comparte una historia de su propia infancia, inaugurando así la transmisión de un saber que ya no es puramente técnico o “industrial”, sino también emocional y existencial.

La historia del maestro gira en torno a la búsqueda de la mítica “piedra de vetas”, un objeto capaz de proporcionar una llama eterna. El relato está cargado de una poderosa imaginería, destacando la figura del mendigo cuya carne ha germinado hasta fundirse con la naturaleza, una de las visiones más potentes de la novela. El desenlace de la historia, con el hallazgo del objeto deseado coincidiendo con la muerte del padre, introduce en la novela los temas de la pérdida, la melancolía y el peso de la memoria. La prosa de Ferlosio maneja la emoción con una notable contención, transmitiendo una profunda tristeza a través de una narración serena y detallada, lo que enriquece el proceso formativo de Alfanhuí más allá de las artes y oficios.


—Nunca pensé, Alfanhuí, que llegarías a hacerme compañía. Para tu primer fuego, Alfanhuí, te contaré mi primera historia.
Y le gustaba mucho repetir el nombre de Alfanhuí porque él se lo había puesto. Luego empezó la historia.
—Cuando yo era niño, Alfanhuí, mi padre fabricaba lámparas de aceite. […] En uno de ellos se hablaba de la «piedra de vetas». Era esta una piedra que decían durísima, pero porosa como una esponja, y que tenía el tamaño de un huevo y la forma de una almendra. Tenía esta piedra la virtud de beber siete tinajas de aceite. […] Cuando se había bebido siete tinajas, ya no quería más. Entonces bastaba ponerle una torcida y encender, para que diese una llama blanca como la leche, que duraba eternamente. […] Mi padre hablaba siempre de esta piedra, y nada hubiera deseado en el mundo tanto como tenerla.
Un día salí para uno de mis viajes. Llevaba un palo al hombro, y en la punta del palo, un pañuelo con merienda. Iba por un camino calizo entre colinas de polvo, sin hierba, con apenas algunos árboles secos donde se posaban las urracas. […]
A lo lejos vi una figura sentada en una piedra, orilla del camino. Al llegar vi que era un mendigo y me decía: «Dame de tu merienda.»
Me hizo un sitio en la piedra y nos pusimos a comer. Entonces vi cómo era. Llevaba unos pantalones oscuros, hasta media pantorrilla, y un chaleco pardo, del que asomaban los hombros y los brazos desnudos. Pero su carne era como la tierra del campo. Tenía su forma y su color. En lugar de pelo, le nacía una espesa mata de musgo, y tenía en la coronilla un nido de alondra con dos pollos. La madre revoloteaba en torno de su cabeza. En la cara le nacía barba de hierba diminuta cuajada de margaritas, pequeñas como cabezas de alfiler. El dorso de sus manos también estaba florido. Sus pies eran praderas y le nacían madreselvas enanas, que trepaban por sus piernas, como por fuertes árboles. Colgada del hombro llevaba una extraña flauta.
Era un mendigo robusto y alegre, y me contó que le germinaban las carnes de tanto andar por los caminos, de tanto caerle el sol y la lluvia y de no tener nunca casa. […]
El mendigo encendió un candil, y yo vi una llamita blanca, luminosa. Era la piedra de vetas. Entonces le conté cómo mi padre había codiciado siempre aquella piedra, y el mendigo, que era generoso, me la dio. Apenas pude dormir aquella noche, y a la mañana siguiente tomé el camino de vuelta. Llegué a mi casa gritando: «¡Padre, padre!»
Pero al entrar en el cuarto de mi padre vi que había muerto. Todos estaban alrededor de él, quietos y callados. Ni siquiera miraron cuando yo entré. Mi padre estaba tendido sobre una mesa, envuelto en una venda blanca y se le veía tan solo la cara. Tenía la boca abierta como un viejo pez y la luz de cuatro lámparas de aceite brillaba en la rendijita vidriosa de sus ojos entreabiertos. No miré más, y me fui a llorar con la cara envuelta en una cortina morada que había en mi casa, que era la cortina donde lloraba siempre.

La culminación del proceso creativo

Este fragmento representa la culminación del proceso creativo llevado a cabo por Alfanhuí y su maestro. El pasaje describe el resultado de su experimento más ambicioso: injertar principios de vida aviar en los frutos de un castaño mágico. El resultado no es la reproducción de pájaros convencionales, sino la creación de una forma de vida híbrida y radicalmente nueva, seres con una “simetría vegetal” que desafían las leyes de la biología conocida.

La importancia de este pasaje radica en su capacidad para ilustrar la imaginación desbordante de Ferlosio. Los pájaros resultantes son descritos como seres planos, con un número indeterminado de alas y cabezas, cuyo vuelo es errático y desordenado. La descripción celebra lo anómalo, lo inclasificable y lo maravillosamente imperfecto, en contraste con la regularidad de la naturaleza. Este momento de clímax creativo, cargado de un asombro casi infantil, funciona también como el preludio de la tragedia. La existencia de estos seres extraordinarios será la causa del conflicto con el mundo exterior, incapaz de comprender o aceptar una creación que se desvía de la norma, lo que finalmente desencadenará la destrucción de este microcosmos mágico.


Cuando llegó ese tiempo, Alfanhuí y su maestro esperaban la sorpresa con alegría. Hicieron la cosecha del castaño y se pusieron a abrir los frutos uno por uno, porque no sabían cuáles estaban injertados y eran por fuera todos iguales. Abrían castañas y castañas y las iban echando en un talego. Por fin apareció un fruto injertado. Alfanhuí lo abrió cuidadosamente y encontró un huevo blando de color verde. El cascarón era como de tela, como las camisas de los percebes, y se sentía dentro una cosa, como un pañuelo arrugado. El maestro pensó que era preciso que aquel huevo se incubara, para que el animal tuviera vida y lo pusieron al sol sobre la rueda de molino. Encontraron más de veinte frutos injertados y de varios colores, y con todos hicieron lo mismo.

Al cabo de los días, los huevos empezaron a moverse como hombres dentro de un saco. Alfanhuí y su maestro se decidieron a abrirlos. Rajaron la película del primero y apareció una cosa de colores, como un puñado de hojas lacias y arrugadas. Vieron que aquello se desdoblaba y se abría como un pañuelo, y pronto tuvieron ante los ojos un extraño pájaro. Todas las formas de su cuerpo eran planas como papel y tenía las plumas de hojas. En lugar de tener dos alas tenía cinco, desigualmente dispuestas. Tenía tres patas y dos cabezas aplastadas también como todo lo demás. Alfanhuí y su maestro comprendieron que aquel pájaro había nacido con simetría vegetal y no estaban, por tanto, determinadas ni el número ni el orden de cada parte de su cuerpo como en un árbol no está determinado el número ni el orden de las ramas. Pero reconocieron que había nacido de un embrión de garza, porque las formas aisladas reproducían las de aquel pájaro, aunque sin volumen, como dibujadas en un papel. Tenía los colores muy vivos y piaba muy bajito, como cuando se silba entre dientes. El maestro lo cogió y lo lanzó al aire. Desplegó el pájaro sus cinco alas y se puso a volar a tirones por el viento, como un trapo de colorines, columpiándose como una hoja seca y sin rumbo decidido, yendo y viniendo por el aire como una mariposa. Alfanhuí y su maestro se entusiasmaron y abrieron los huevos.

El cielo del jardín se llenó de aquellos pájaros de colores, más pequeños y más grandes, que hacían su primer vuelo y no se alejaban de allí. Parecía que habían sido echados al aire los disfraces de carnaval de una fiesta de pájaros o que habían lanzado pasquines desde un balcón.

Era una bandada ingrávida y maravillosa que se movía por el cielo a desgarrones, en un armonioso desconcierto. Ninguna bandada se había visto nunca tan desordenada y alegre, tan viva y disparatada.

Alfanhuí y su maestro reconocieron en cada pájaro la especie animal de que descendía y se quedaron embelesados mirando aquel vuelo extraño por el jardín y escuchando aquel piar silencioso y variado, como un restregar de cueros o un afilar de cuchillos.

Autor

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    Hola. Soy Víctor Villoria, profesor de Literatura actualmente en la Sección Internacional Española de la Cité Scolaire International de Grenoble, en Francia. Llevo más de treinta años como profesor interesado por las nuevas tecnologías en el área de Lengua y Literatura españolas; de hecho he sido asesor en varios centros del profesorado y me he dedicado, entre otras cosas, a la formación de docentes; he trabajado durante cinco años en el área de Lengua del Proyecto Medusa de Canarias y, lo más importante he estado en el aula durante más de 25 años intentando difundir nuestra lengua y nuestra literatura a mis alumnos con la ayuda de las nuevas tecnologías. Ahora soy responsable de esta página en la que intento seguir difundiendo nuestra literatura. ¡Disfrútala!

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